jueves, 17 de septiembre de 2015

Iniciativa para saludar a un «extraño»

Escuché decir que «el mucho análisis conduce a la parálisis» o cosas parecidas. Hoy apliqué de manera positiva esto, aunque casi pierdo, porque lo analicé bastante.
Vi a un compañero al que hacía como dieciocho años no veía. No sé; no me llevaba muy bien con él, pero entonces también me hablaba con él. Fuimos compañeros de colegio en el primero de secundaria. Apenas fue ese año que permanecí en el colegio «Imperio», y al siguiente me trasladé a «José Pardo».
Vi a Martín —así es como se llama. No sé cómo logré recordar su nombre— en el paradero, y subió al mismo bus que yo. Me senté en un asiento del medio, junto a la ventana, y él una fila delante, al pasadizo. En ese momento no recordaba su nombre, pero haciendo algo de memoria, llegó a mi memoria como un eco leve, aunque no estaba completamente seguro. Imaginé qué le diría, cómo le saludaría, si me reconocería, si no lo haría. Qué pasaría si no le hablo, y qué si sí. Obviamente nada cambiaría haciendo lo uno u lo otro.
De todas formas, decidí al fin. Tenía mi guion caso me reconociese y caso no.
Finalmente toqué por detrás su hombro, y le saludé pronunciando con algo de duda su nombre. Él no recordaba mi nombre, pero al decírselo, me reconoció mejor. Le pregunté cómo estaba, si vivía en Cusco, y si se había visto con algún compañero del colegio (Eran las preguntas que había planeado. No pensaba ni por un ápice preguntarle qué estaba haciendo por la vida, pues esa pregunta... tampoco me gusta que me la hagan a mí. Por otro lado, hablando de apariencias, yo estaba con un terno —mi disfraz de profesor— y él con una ropa casual, no muy arreglado que digamos). Me respondió que estaba bien, que vivía en esta ciudad hacía como cuatro años, y que no se había visto con nadie de los compañeros de clase. Me enteré también que después de que acabó el primero de media, regresó a su tierra (Piura, si mal no recuerdo). Me hizo la pregunta que no me gusta hacer ni que me hagan: ¿En qué estás trabajando? Obvio, que le contesté que «soy» profesor de portugués (Aclaro que no es porque me agradaría decir que soy médico, arquitecto, abogado o ingeniero, o esas profesiones más biensonantes en nuestro medio, sino porque casi todo el mundo cae en la trampa de identificar lo que haces con lo que eres).
En fin, se bajó unas cuadras después de mi larga agonía por decidirme a hablarle, y continué mi trayecto en el bus, teniendo algo que contar en este blog, aunque no sea interesante para el público en general.
Me llamó la atención que me dijo «gracias» al despedirnos, estrechando las manos a la manera menos usual entre los más jóvenes —quiero decir, a la manera clásica de estrechar las manos derechas y sacudirlas juntos; y no rozándolas para luego darse un mutuo y leve choque de puños—, mientras me percaté de que tenía una cicatriz entre los dedos índice y pulgar, además de un tatuaje pequeño que no recuerdo qué era.
Me pregunto si lo veré alguna vez, o quizá dentro de otras casi dos décadas.


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